Sin embargo, si nos tomáramos la molestia de salir a la calle y preguntar, “¿qué quiere decir para usted “la ley”?”, temo nos sorprendería lo difícil que es para muchos conceptuar algo que parecería ser básico y evidente. Tal vez la respuesta dependa cómo formulamos la pregunta, y tal vez la respuesta dependa de quién haga la pregunta, y hasta cómo esté vestida la persona. La subjetividad, después de todo, es rey. Pero la respuesta es muy sencilla: Las leyes son reglas que definen nuestros derechos y responsabilidades. Algo tan sencillo parece hoy perderse en la conciencia colectiva, y en lugar de enfocarnos en desarrollar reglas que permita mejor avanzar nuestro bienestar común, pareciéramos preferir mantenernos en un estado de frenesí, como si esperando que sea un sacrificio humano el que logre apaciguar nuestras frustraciones. Pero incluso esos rituales eran otrora racionales, en la medida que permitían al pueblo enfocar y canalizar sus esfuerzos. Lo que es irracional es disipar la energía contenida en la voluntad de cada uno de los bolivianos, simplemente porque no se entienden algunos preceptos básicos que hacen que la convivencia, incluso entre chimpancés[1], se dirija hacia mínimos objetivos compartidos, como ser aquel que representa la estabilidad.
En la historia de la humanidad han existido, y existen, leyes injustas o anacrónicas que deben ser revertidas o perfeccionadas. Durante la oscura era del medioevo europeo, por ejemplo, los poderosos terratenientes eran quienes imponían sus propias leyes sobre sus vasallos, un antecedente histórico que algunos “intelectuales” dirán aun refleja lo que sucede en nuestro propio suelo. Quienes tan cínicamente optan por una postura que ignora el lento proceso evolutivo de la sociedad - y tal vez pretenden acelerar el proceso mediante el fuego de la lucha de clases y una sangrienta revolución - subestiman el marco legal establecido, el cual afortunadamente aun rinde tal irracionalidad poco probable. Es precisamente el hecho que hemos desarrollado reglas que permiten cierta convivencia pacifica, y sobre todo la alteración pacifica del poder, que permite aun mantener un vestigio de civilidad.
Ahora nos encontramos en pleno proceso de definir las nuevas reglas de juego y las bases conceptuales sobre las cuales hemos de brindar al individuo las garantías e incentivos para avanzar su bienestar, y en la misma medida avanzar el bienestar de todos. Pero parece que hay quienes prefieren invocar a espíritus ancestrales, que utilizar las herramientas y la sabiduría adquirida a través de cientos de años, experiencias que permiten a las sociedades dejar de tropezar con la misma piedra. Para ello, sin embargo, se requiere empezar por algo tan básico como siquiera preguntarse para qué sirven las leyes, y para qué una nación desarrolla preceptos básicos enmarcados en una constitución.
Hace apenas 300 años no se conocían leyes de la naturaleza que hoy consideramos obvias. En ese entonces, por ejemplo, se explicaba el proceso de combustión como el resultado de la liberación de una sustancia “incolora, inodora, insípida y desprovista de peso” que llamaron flogisto. Un francés, Antoine Lavoisier, encontró dicha noción difícil de creer, y en 1772 descubrió que los químicos ganaban - y no perdían - peso al quemarse. Fue de esta manera que llegó a la conclusión que algo era añadido a éstos químicos, en lugar de que algo – el flogisto – se desprenda de ellos. En 1794, Lavoisier se enteró que un ingles había descubierto un gas que aparentemente era imprescindible en el proceso de combustión. El gas que había descubierto Priestley era nada menos que el oxigeno, y Lavoisier llegó a la conclusión que cuando un combustible arde, es porque se mezcla con el oxigeno, y que no existía tal cosa como el flogisto. Mas adelante Lavoisier utilizó el descubrimiento de otro ingles, Cavedish, para concluir que el agua estaba constituida por la combinación del hidrógeno con el oxigeno. La ciencia de la química era tan incipiente, que Lavoisier incluso tuvo que darle el nombre hidrógeno al gas que hoy todos entendemos forma parte imprescindible de nuestro entorno, y sin el cual el ser humano no podría sobrevivir.
Algunas leyes pertenecen a la naturaleza, y es menester nuestro descubrirlas. Otras son construcción humana, y es menester nuestro perfeccionarlas. Quisiera, en este sentido, establecer un concepto básico: la lucha de clases es una estrategia política que solo logra superar o resolver un impasse político entre dos bandos polarizados de la sociedad en dos entornos muy contrastantes. En un extremo, las instituciones deben ser sólidas, funcionales y operativamente eficientes, y la cultura democrática debe estar igualmente bien cimentada. Aquí la lucha de clases permitirá una discusión dialéctica progresiva, y las diferencias no resultarán en inestabilidad. En el otro extremo, el entorno político debe estar tan desgastando, ser tan injusto e ineficiente a la hora de redistribuir el poder y la riqueza, que la única alternativa es inflamar las diferencias, y utilizar la cohesión política que otorga la lucha de clases para encender una violenta destrucción de las estructuras existentes. En este segundo escenario no hay un proceso evolutivo gradual, sino un proceso revolucionario total, cuyo objetivo es reemplazar el monopolio de la clase gobernante, con la dictadura de quienes no fueron permitidos participar en la construcción de las reglas de juego y la distribución de la riqueza. En este escenario la inestabilidad es parte del proceso de desgaste que lleva al desenlace final, y por ende la “inteligencia revolucionaria” intentará avanzarla. Afortunadamente Bolivia no se encuentra en ninguno de estos extremos, y la lucha de clases demostrará ser una estrategia inefectiva y poco funcional, y tan solo logrará retrasar nuestra inserción a la economía mundial.
En 1793, cuatro años después de la Revolución Francesa, comenzó en Francia el Reinado del Terror. Lavoisier fue primero testigo de cómo la Academia de Ciencias era abolida, y luego como su participación en “los granjeros de la hacienda” le ganó ser sentenciado a la guillotina. El juicio duró menos de un día, y en la tarde Lavoisier fue decapitado en la Plaza de la Revolución, hoy la Plaza de la Concordia. Lagrange se lamentaba de esta manifestación de resentimiento diciendo, “en un solo instante se quedó sin cabeza pero harán falta mas de cien años para que aparezca otra igual”. Hoy los bolivianos también perdemos la cabeza cuando pretendemos castigar a los norteamericanos pidiéndoles visa, cuando a quienes realmente castigamos es a quienes viven del turismo. No entender ciertas reglas básicas de la economía, pude lograr este tipo de disparates e injusticias. Ahora los bolivianos debemos rápidamente cambiar nuestra pasividad intelectual por la molestia de hacernos preguntas básicas, hacer a un lado las banderas ideológicas y aceptar ciertas reglas básicas y fundamentales. Sobre todo debemos entender que la lucha de clase tan solo puede lograr que perdamos el tiempo, y posiblemente hacer que más de uno pierda hasta la cabeza.
Flavio Machicado Teran
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