Odio las verdades absolutas, particularmente cuando se manifiestan con tanta vehemencia que me obligan a aceptarlas. Una de estas verdades es que, sin importar cuál sea el objetivo que se proponga un ser humano, su capacidad de alcanzarlo es directamente proporcional a los resultados que se observan. Si plantamos soya, no hay mejor incentivo que ver como brotan los primeros tallos, si queremos perder peso, el mejor aliciente para continuar con la rutina de ejercicio es comprobar que el pantalón ha dejado de apretar, y si se trata de cuidar el corazoncito, ayuda a alejarse de los chicharrones comprobar que han bajado nuestros índices de colesterol. Por el contrario, nada ayuda a actuar en contra de nuestro propio interés que sentir que no se ha avanzado un solo milímetro. La frustración que ocasiona no percibir una gradual mejora es el camino más rápido a una conducta improductiva e irracional, que convierte al optimismo inicial en nuestro peor enemigo.
Como nación debemos ser optimistas de que se avanza hacia mayor justicia, libertad, e igualdad, hacia mayor riqueza, y su mejor distribución. Pero irónicamente el gobierno depende de que la gente entienda que las cosas van mal, muy mal. El pesimismo, la actitud sombría y triste con la que parece ser se pretende arengar los fuegos de la discordia y resentimiento étnico-clasista tal vez sirvan para movilizar el voto, y para perpetuarse en el poder. Sin embargo, el siempre ver el lado negativo, el no ver ningún avance y desarrollo en nuestras instituciones y marco político-social, el alimentar el racismo y la sed de venganza, el pretender que la justicia ahora requiere de una reivindicación basada en ojo-por-ojo, tan solo puede hacernos un país de ciegos.
Lo que se pierde entre tanta demagogia, es que la más antigua estructura de poder, la que se instituyó hace más de 500 años durante el imperio incaico, era un régimen déspota, que esclavizo a los pueblos aymaras, quienes en 1470 intentaron liberarse del yugo centralista, pero fueron sometidos por el emperador Inca Huayna Cápac. Según Wilson García, “Durante la expansión incaica que suponía la conquista quechua desde el Cuzco sobre los pueblos aymaras del Collasuyo, los estadistas incas emprendieron un proceso masivo de desplazamientos poblacionales conocidos como "mitimaes", cuya finalidad era reemplazar las poblaciones rebeldes aymaras con habitantes leales al dios quechua Inti, "relocalizando" grandes masas en todo el imperio para garantizar esa emergente hegemonía quechuística sustentada sobre una intensificación de la producción agrícola en esta zona”.
El que el Impero Inca haya sido igual o más esclavizante que el Imperio Español, no es una justificación, y las injusticias fueron igualmente barbáricas. En los últimos 50 años, sin embargo, se ha progresado, aunque lentamente, en la difícil tarea de avanzar la justicia social. Aún queda muchísimo por recorrer, pero las reivindicaciones democráticas de los últimos 24 años no pueden ser menospreciadas ni devaluadas. La elecciones pasadas dieron el 53% de los votos al primer presidente indígena de continente, sin embargo la actitud oficialista parece dejar entrever que la Corte Nacional orquestó un fraude magistral en su contra. Luego se convence que hace 500 años nuestros antepasados tenía una expectativa de 200 años de vida. Entonces, si somos menos democráticos que antes, y nuestra calidad de vida ha desmejorado tanto, según la mentalidad totalitaria que pretende afincarse el poder, la solución seguramente será una dictadura del pueblo, una expiación con sangre de nuestros pecados, y un centralismo político que enmiende ancestrales injusticias. Yo veo el vaso medio lleno, veo que hoy somos más libres, que el pueblo tiene más poder que nunca, y que tenemos una gran oportunidad de avanzar nuestro desarrollo nacional. Pero esa si que no es una verdad absoluta, y como van las cosas, existe el peligro que incluso deje de ser verdad.
Flavio R. Machicado Teran
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