¡Las bondades de vivir en el hogar! La madre cocina, y el padre paga los estudios. Si nos enfermamos, no solo hay sopita de pollo, sino que los remedios mágicamente se materializan, y para nuestra suerte, papi tiene un gran amigo que es médico. Y si somos una carga económica y mermamos los ahorros de retiro de los viejos, es el precio del amor. La idea es que, una vez que nos graduemos, y por fin tengamos un trabajo decente, podamos ayudarlos cuando ellos no puedan producir como ayer. Pero no hay prisa, porque como vivimos en la casa que heredamos del abuelo, ni siquiera pagamos alquiler. En fin, las cosas podían ser peores y, en nuestra austeridad, vivimos no más bien.
No sería justo reducir el discurso político del paternalismo del Estado a la novela anterior. Al igual que los jóvenes requieren de la subvención paternalista, porque aún no tienen la capacidad y recursos para ser independientes, hay grupos sociales que son dependientes - no porque quieren – sino porque sufrieron injusticias estructurales e históricas, y que ameritan que ahora el Estado, en representación de la sociedad, los rectifique. Es el caso de la población afroamericana en los EEUU, que fue esclavizada, sometida a un régimen barbárico que no les permitía aprender a leer, o siquiera mantener sus raíces culturales o su idioma. A consecuencia de ello, se instituyó lo que se denomina “acción afirmativa”, una política de cuotas que intenta enmendar estas injusticias al brindar a afroamericanos, y otros grupos discriminados, condiciones especiales para que ingresen a universidades y ocupen puestos de trabajo. Pero eso no tienen nada que ver con Bolivia. Es otra realidad, otra historia, una tragedia de otros, de la cual – aunque tenemos mucho que aprender - no hay mucho que imitar.
Si acaso existió “acción afirmativa” en Bolivia, fue para unos pocos, para los menos necesitados. Ellos se beneficiaron del Estado, y el Estado fue paternalista especialmente con la oligarquía política nacional. Ahora, que las cartas se invierten, parece que la consigna es que el Estado debe ser mamadera, no de unos cuantos, sino de toda la sociedad. Y quienes ven algún peligro en esto, debe ser porque son unos lacayos de la oligarquía, de los que se gastaron los ahorros de papá y mamá, los que usurparon recursos de la colectividad, y que nunca le devolvieron nada más que deudas y racismo. Pero, ¿quiere decir eso que el problema no es depender del Estado, sino quiénes dependen? Y si uno supone que el Estado no puede, ni debe, inmiscuirse en todos los aspectos de la sociedad, entonces, ¿es uno un oligarca, derechista y ladrón? A eso ha llegado el discurso político. A un reduccionismo demagógico realmente alarmante.
Parece haber consenso que el recurso más valioso es el recurso humano. Sin embargo, parece también que el proyecto nacional es hacer de este recurso, un recurso subordinado al Estado, y a las iniciativas que pueda en su nombre el gobierno asumir. Puede ser que somos tan jóvenes, tan dependientes e inmaduros, que necesitamos que nuestros padres resuelvan nuestras necesidades y decidan por nosotros. ¿Pero es ese el ideal de sociedad que queremos perpetuar? El proceso evolutivo requiere de flexibilidad y adaptabilidad a condiciones cambiantes. Si actualmente vivimos una época que – en nombre de crear condiciones – requiere de una mayor participación del Estado, conceptualmente no tengo nada en contra. El problemas es que quienes han tenido el poder, sean de izquierda o derecha, siempre han intentado utilizado el poder del Estado para imponer su manera de entender el mundo. Eso no es un problema de clase social, o de ideología, es un problema de “naturaleza humana”, o mejor dicho, de nuestra naturaleza “tribal”.
El centralismo político no solo es ineficiente, sino que concentra el poder, y el poder tiende a perpetuarse y corromper, al margen de quienes lo tengan. La planeación estatista tal vez sea – por el momento - un mal necesario, pero no es el ideal. Como indica Stossel, “La planeación central de arriba abajo nunca es tan efectiva como individuos libres tomando sus propias decisiones, porque individuos libres se adaptarán a la realidad cada segundo, pero los planificadores centrales solo pueden adaptarse cuando pueden juntar suficientes votos”. Pero si se impone el centralismo estatista como una “verdad absoluta” que no puede ser criticada – por lo menos no sin “traicionar” a la patria y a la revolución - ello afectará la capacidad de cambiar de dirección y estrategia el día que sea necesario. Es decir, si se llegará a triunfar en el imperativo de imponer una rigidez ideológica, la capacidad de adaptarse a nuevas circunstancias, y nuestra capacidad productiva como sociedad, será la que sufre.
Soy de la convicción que “evolucionar” como sociedad es depender cada vez menos del Estado, y transformar nuestra subordinación en cada vez mayor autonomía social. Eso tal vez me haga un anarquista, pero les aseguro que no me hace un lacayo de la oligarquía. Pero el gobierno asume que si se critican sus políticas o ideología, entonces necesariamente se defiende una posición de clase. En lo personal, no defiendo una clase social, pues soy tan “cholo” que ni siquiera amigos tengo en esta sociedad, y mucho menos soy parte de la corrupta partidocracia tradicional. Pero quienes critican el estatismo centralizado – según la lógica del Presidente Morales – deben necesariamente formar parte de quienes defienden viejas causas y viejas estructuras de poder.
La ironía es que la nueva estructura de poder que se vislumbra son las autonomías departamentales. Ante estas autonomías, ¿en qué queda la autonomía de la sociedad civil? Los problemas locales no pueden resolverse en la Plaza Murillo, y son los individuos que sufren limitaciones, quienes están mejor capacitados para brindarles solución. Habiendo dicho eso, tal vez– por ahora – el Estado deba ser protagonista en el proceso de crear condiciones de desarrollo. Pero ese no es el ideal, ni es una política que deba perpetuarse. Por ende, la nueva Constitución Política del Estado debe reflejar la supremacía de la sociedad, como la base y fundamento de la riqueza nacional, riqueza que yace en la soberanía del individuo, en su capacidad productiva y de innovación, que tan solo puede perfeccionarse cuando ese individuo es cada vez más autónomo de los poderes del Estado.
Flavio R. Machicado Teran
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