El evento es un acto cívico, y las multitudes se aglomeran al paso de las autoridades electas gritando, “¡Autonomía, autonomía!”. La manifestación es pacífica y democrática, pero no queda claro exactamente qué se defiende con dicha afirmación. Antes de que por el anterior enunciado asuman un centralismo de mi parte, por favor hagan a un lado el juicio rápido, y presten atención. Cuando una nación se polariza en etnias, regiones, lenguas o diferencias religiosas, no hay manera fácil de solventar dicha segmentación. En cambio, si las diferencias son ideológicas, entonces existe mayor probabilidad de lograr un acuerdo pactado que permita amalgamar las diferentes visiones de cómo lograr el bien común. Cuando las diferencias son conceptuales y mediadas por procesos democráticos, ellas se hacen cada vez menores, las partes tienen el incentivo de que podrán algún día alternar el poder, y el país puede marchar hacia delante.
Quienes gritan “¡autonomía!”, no pueden gritar “¡seguridad jurídica!”, porque sonaría ridículo. No obstante, sería interesante realizar una encuesta para determinar qué porcentaje de los autonomistas creen también en el capitalismo. Pero como la palabra “capitalismo” se ha convertido en vocabulario de Satanás, quienes la pronuncien seguramente temerán quemarse en el fuego eterno, o por lo menos en la política nacional. Por ende, el “poder” al que me refiero, es el poder de la palabra, de reducir la política a consignas y banderas que nos permite asumir una posición de inmediato, sin reflexionar sobre su desinformación o falta de análisis. “¿Capitalismo?”. La respuesta no se hace esperar, “¡Que muera!”. Lo curioso es que ni el socialismo necesariamente necesita ser centralista o autoritario, ni el capitalismo necesariamente es incompatible con crear condiciones de igualdad de derechos y oportunidades. De hecho, uno de sus preceptos básicos del liberalismo es terminar con el racismo y la discriminación, porque aumenta la productividad (¡malditos egoístas!).
Si la palabra tiene el poder, ¿dónde está la pobreza? La pobreza se encuentra en nuestra incapacidad analítica de entender el mundo en tonos de gris, en lugar de blanco y negro. La pobreza es la incapacidad generalizada de definir exactamente de qué estamos discutiendo, y por lo menos presentar un esbozo de la posición ideológica que cada parte defiende, más allá de consignas vacías que manifiestan ya sea regionalismo o resentimiento social. La pobreza es la de nuestra cosmología política, que carece de ideas, y en la cual solo existen compañeros de lucha, o el enemigo mortal.
Si bien la creación de mercados es la mejor manera de garantizar nuestra verdadera autonomía nacional, tal vez ahora nuestra mejor opción consista en permitir que Chávez invierta en Bolivia el capital que habrá de provenir de su Proyecto Magna Reserva. Porque aunque todos claman libertad y dignidad para los pueblos, la ironía es que la opción parece ser entre firmemente oponernos – a un alto costo - a supeditar el modelo de desarrollo a la dadivosidad venezolana, o mansamente permitir ser el “país modelo” de la reivindicación chavista. Lamentablemente, la anterior clase gobernante nunca intentó realmente desarrollar el modelo liberal – que implica también desarrollar el capital humano - y prefirió lucrar de su poder político, con negociados y prebendalismo. Ahora que se les acabo la mamadera, se convierten en tímidos paladines de los derechos y libertades individuales, y de la igualdad de oportunidades, preceptos liberales que otrora jamás tomaron en serio.
En consecuencia, si nuestro desarrollo queda supeditado a ser la “imagen” del movimiento “anti-capitalista” encabezado por Chávez y Fidel, ese no será el mayor castigo. El mayor castigo será estancarnos en un impase que profundice nuestra miseria. Porque tal vez sea mejor usufructuar de las ganancias venezolanas logradas por el magno proyecto en el Orinoco, que caer en la pobreza que nace de nuestra incapacidad de delinear las bases ideológicas de nuestro nuevo Pacto Social. Somos prisioneros del poder de las consignas y palabras. Por ende, en lugar de avanzar propuestas específicas y definir su visión de país, las partes subordinan sus estrategias políticas a gritos de “¡mayoría!” o “¡autonomía!”, sin darse la molestia de presentarnos un planteamiento concreto. Estamos acostumbrados a lo facilito, a depender o usufructuar de otros, a no pensarla demasiado, y parece que así no más tendremos que sobrevivir como nación.
Flavio Machicado Terán
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