Un criterio utilizado es que las partes pertenezcan a un mismo país y peleen por el control político, control sobre una región separatista, o para implementar un cambio significativo en políticas de Estado. Otro criterio es que por lo menos 1,000 personas pierdan su vida en el conflicto, y que cada bando sufra por lo menos la baja de 100 combatientes. Esto elimina la posibilidad de categorizar como guerra civil un genocidio, y hace incluso más complejo el propósito de definir lo que pasó en varias naciones latinoamericanas durante más de una dictadura militar. A su vez, no puede concluirse que una guerra civil no suele desatarse en una democracia, o en un país con una economía desarrollada, siendo que en Estados Unidos más de medio millón de compatriotas se aniquilaron entre sí.
El afán cartesiano de categorizar instancias de violencia fratricida es más deprimente si consideramos instancias en las que el detonador es una diferencia étnica o religiosa, lo cual hace las consecuencias aun más nefastas. Esto se debe a que – en éste tipo de conflictos - es muy difícil convencer a tiros a un grupo humano a creer en otro Dios, o a cambiar el color de su piel. Ante la complejidad y odiosidad de la tarea de clasificar la guerra, por lo menos podemos concluir que existen instancias - sean estas estructurales, abstractas, de asimetrías económicas o de poder - que llevan a un hermano a matar al otro. En otras palabras, para entrar en una guerra civil, tienen que existir diferencias radicales que inciten el acto supremo de imposición de valores, modelos o verdades sobre compatriotas desparramando sangre en lugar de ideas.
En Bolivia tuvimos una revolución, que en contraste con luchas armadas en otros países nos salió barata. Por fallida que haya sido su reforma agraria y, por muy oportunista y políticamente orientada haya sido su creación de sindicatos y organizaciones sociales - para luego ser integradas verticalmente al partido gobernante - la Revolución de 1952 fue más que la ambición de la clase media de compartir el poder. Esta conflagración entre hermanos estuvo – en parte - enarbolada por ideales de igualdad y justicia, y los cambios a las estructuras sociales, económicas y políticas abrieron el camino para el proceso de democratización que hoy nos permite gozar de mecanismos hasta ahora exitosos en la mediación del conflicto, y en la alternación pacifica del poder.
En contraste, hoy la discusión es pobre, las diferencias son más de forma, y los argumentos y propuestas se están dejando esperar. Sobre la mesa no hay diferencias irreconciliables. El oficialismo tiene una postura centralista, pero reconoce la voluntad de gran parte de la nación de gobernarse autonómicamente. La oposición reniega ante el populismo y diseño de la nueva Ley INRA, pero reconoce que hay tierra ociosa que podría ser puesta a mejor uso, y que dicha reforma avanzaría la causa de mayor justicia social. Ambas partes ahora debaten tímidamente mecanismos y principios para definir nuestra próxima Carta Magna. Evidentemente no estamos libres de violencia esporádica y localizada en puntos neurálgicos. Pero aunque las diferencias son profundas, marcando conceptos contrastantes de cómo avanzar la justicia y el desarrollo (y lo que estos conceptos puedan significar), dudo que la mala sangre vaya más allá de la gran intolerancia y resentimiento mutuo, algo que dudo seamos tan mediocres como para no poder civilizadamente superar.
Flavio Machicado Teran
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